Sobre la tumba de Coroliano Amador la muerte parece más fría, más lúgubre. Una pálida mujer de mármol, esculpida con refinados detalles, se posa desmadejada sobre la lápida que en el cementerio de San Pedro guarda los restos mortales de quien fuera uno de los hombres más ricos y poderosos de la Medellín del siglo XIX. Sobre ella recae un aura de culpa, de remordimiento, de dolor, sentimientos que marcaron la vida del magnate.
1. Mausoleo Amador en el Cementerio San Pedro. Foto Mario Valencia.
Dos siglos antes del coronavirus, a Medellín la azotó otra epidemia. Una que causó muerte y desolación entre los habitantes de la creciente villa y de la que Amador, ambicioso y derrochador empresario a quien la ciudad le debe la llegada del primer vehículo a sus calles y la construcción de sus redes de acueducto y alcantarillado, terminó culpándose al final de sus días. Una tragedia que hoy nos sigue enseñando el valor del agua como recurso fundamental para las comunidades.
Del matrimonio de Coroliano con Lorenza Uribe Lema, hija del reconocido político José María Uribe, nacieron siete hijos: Judith, Raquel, Magdalena, Alicia, Eugenia, Carlina y José María. Un solo hombre que, a la usanza de la época, sería único heredero de la fortuna de su padre.
La ostentación y el lujo marcaron los primeros años de la vida de José María Amador, que transcurrieron en el enorme palacio de la familia, ubicado en Palacé con Ayacucho, a una cuadra del Parque de Berrío, lugar que hoy ocupa el Edificio del Café. En la mansión de tres pisos, con salones para orquesta, baile, té, protocolo y brandy, adornados por vitrales de Bélgica, eran comunes las fiestas y reuniones sociales.
2. Palacio Amador en Ayacucho con Palacé. 1912. Fotografía Rodríguez. Cortesía Biblioteca Pública Piloto.
El heredero Amador creció rodeado de las excéntricas rumbas de su padre Coroliano que, según la periodista Luz María Montoya, “duraban hasta dos semanas, durante las cuales la fuente no vertía agua sino champaña y era imposible conseguir músicos en la ciudad pues todos estaban contratados por Coro, como le decían sus amigos”.
Por eso a nadie extrañó que en su etapa adulta, José María hiciera derroche de excesos. A sus 22 años se casó con la adinerada envigadeña Sofía Llano Echeverri y juntos se fueron a Europa de luna de miel, un viaje que tendría un desenlace trágico que impactaría el futuro de toda la ciudad. Coroliano aprovechó la prolongada ausencia de los recién casados para encargar un regalo de bodas para la pareja: un nuevo palacio a orillas de la quebrada Santa Elena, muy cerca del Parque de Bolívar.
Según reseña el periódico El Colombiano, citando al historiador Víctor Ortiz, Coroliano contrató a Émile Carré, el mismo arquitecto que se encontraba diseñando la Catedral Metropolitana, para que construyera la casona. Pero el viaje de los recién casados se prolongó inexplicablemente, tanto, que para cuando anunciaron su regreso la obra ya estaba terminada.
3. Casa de José María Amador. 1910. Foto tomada por Gonzalo Escobar. Cortesía Biblioteca Pública Piloto.
La llegada de José María fue todo un acontecimiento. Decenas de curiosos se agolpaban en la ribera de la quebrada Santa Elena para ver llegar el carruaje y descender los baúles del equipaje, que seguro estarían repletos de tesoros del viejo continente nunca antes vistos por estas tierras. Pero un detalle hizo que todos quedaran estupefactos: José María no pudo bajar del coche por sí mismo.
La figura paliducha de un hombre al borde del desmayo generó escándalo. Lo que prosiguió se traduce en los numerosos e infructuosos esfuerzos de Coroliano por encontrar una cura para su hijo. Según cuenta el historiador Ortiz en El Colombiano, Lorenza, cansada de escuchar los rumores que pululaban sobre el estado de salud de José María, pidió un día la palabra en la catedral y le dijo a todo el mundo: “mi hijo no necesita murmullos, necesita oraciones porque tiene una enfermedad de amor”. Los síntomas eran de tuberculosis y sífilis.
Y con el devastador diagnóstico, llegaron también los singulares tratamientos que prometían curas milagrosas. Un baño diario con leche tibia recién ordeñada fue la receta dictada por uno de los médicos. Cada mañana, José María se sumergía en una tina repleta del líquido, un tratamiento que a la mirada de hoy, cualquiera calificaría de obsceno en una Medellín que para 1893 estaba empobrecida y hambrienta.
No existían redes de agua y por eso, mientras las élites utilizaban la quebrada Santa Elena como alcantarilla y vertedero, las comunidades más pobres utilizaban esa misma agua para bañarse y preparar sus alimentos.
Por eso, después de las 8 de la mañana, cuando el baño de José María terminaba y el caudal de la Santa Elena se teñía de un tono blanquecino, multitudes acudían a las orillas para recoger la leche y consumirla. Infecciones respiratorias, brotes virales, fiebre y síntomas de sífilis comenzaron a extenderse por la población. Una era de enfermedad y muerte se precipitó sobre Medellín.
José María murió ese mismo año sumiendo a su padre en el remordimiento. Los libros de historia consignan que fue tanto el dolor, no solo por perder a su heredero sino por ver los estragos que causó la leche que las gentes bebían desde las cañerías, que Coroliano se dedicó a patrocinar la construcción de obras de infraestructura en Medellín, entre ellas, el primer acueducto.
4. Coroliano Amador. Foto tomada por Benjamín de la Calle en 1914. Cortesía Biblioteca Pública Piloto.
Los restos de ese complejo de canales y tuberías fueron encontrados durante la construcción del tranvía de Ayacucho y su historia nos recuerda la importancia del agua como derecho vital.
Hoy en día, según datos de la veeduría Medellín Cómo Vamos, el 97,3 % de las viviendas de la ciudad cuenta con este servicio público, en buena parte, gracias al programa Unidos por el Agua en el que participan la Alcaldía de Medellín, la EDU, EPM e Isvimed. Sin embargo, el reto para garantizar el acceso universal y equitativo al agua potable sigue vigente.